Isaías
fielmente profetizó a Israel que los oídos de aquel que oye algún día serían
abiertos. Pero tristemente, sus oidores habían cerrado sus oídos a la voz de
Dios. ¡Ellos deseaban aferrarse a sus pecados!
Por
cuanto llamé, y no respondisteis; hablé, y no oísteis, sino que hicisteis lo
malo delante de mis ojos, y escogisteis lo que me desagrada. Por tanto, así
dijo Jehová el Señor: He aquí que mis siervos comerán, y vosotros tendréis
hambre; he aquí que mis siervos beberán, y vosotros tendréis sed; he aquí que
mis siervos se alegrarán, y vosotros seréis avergonzados; he aquí que mis
siervos cantarán por júbilo del corazón, y vosotros clamaréis por el dolor del
corazón, y por el quebrantamiento de espíritu aullaréis. Isaías 65:12-14.
Cuán
trágico es rehusarse a escuchar las dulces advertencias del Espíritu Santo.
Cuando cerramos nuestros oídos a la orden de Dios de hacer morir los pecados de
nuestra carne, estamos condenados a experimentar todo tipo de tristeza y dolor.
Por
favor, entiende que no estoy hablando de un siervo de Dios que ha sido
sobrepasado por un pecado que odia. Ni tampoco me refiero al creyente que no se
permitirá descanso hasta que el Espíritu Santo lo libere. Más bien, estoy
hablando del creyente que ha aprendido a amar su pecado, quien ha puesto su
cabeza sobre la falda de una Dalila. Tal persona ha endurecido su conciencia.
El
siervo que continúa en sus caminos pecaminosos ciertamente oirá voces, pero
ninguna de esas voces será la de Dios. Al contrario, esa persona será entregada
al engaño: También yo escogeré para ellos escarnios, y traeré sobre ellos lo
que temieron; porque llamé, y nadie respondió; hablé, y no oyeron, sino que
hicieron lo malo delante de mis ojos, y escogieron lo que me desagrada. (Isaías 66:4).
¡Qué
cosa más horrible es cuando Dios ya no habla! Pero qué alentador es saber que
el Espíritu Santo nos advertirá amorosamente y nos protegerá del pecado.